No hubo mujer bajo estos soles
como Teresa Dáger:
mitad cedro, mitad canoa.
Era
bella, inclusive, al despertarse
y después de comer ese pobre trigo
nativo.
En las esquinas, a su paso,
hombres sudorosos
interrumpían las liturgias del comercio
y maldecían la muerte.
Era una forma ansiosa.
Procedía de una furia vegetal.
No la salvó tampoco su belleza.
Ahora, a los 80 años,
a diferencia de otras que fueron feas y
felices,
Teresa Dáger sueña sola en el piso quince,
rodeada de zafiros derrotados.
Y solo piensa en ese arriero de Aleppo
que el 7 de Agosto de 1925
la
miró con ganas y en silencio
tres
segundos antes que su padre
la
enviara al destierro de la trastiend
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